JESÚS, CAMINO PARA LA ORACIÓN Y LA COMUNIÓN
Hacia el Jubileo 2025 | El mismo Jesús nos muestra cuál es el camino para la Oración y la Comunión. Resulta difícil de comprender, pero es la realidad: la comunión, la vida fraterna, pasan por la cruz, por la negación de uno mismo y la confirmación de los hermanos como personas.
Todos sabemos, y nos lo ha recordado el Papa por si acaso, que la novedad siempre infunde miedo, “La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos” (Papa Francisco, “Homilía, domingo 19 de mayo…); pero también nos dice que debemos vencerlo para que podamos comprendernos y hagamos realidad el lema de ser creadores de comunión, aunque algunos tengan que hablar otras lenguas, lo que no es, ni debe ser, obstáculo para la comunión.
Que esas lenguas como de fuego excluyan el desencuentro y las diferencias culturales, y, además, que, en estas nuevas realidades que vivimos, demos lugar más bien al encuentro, a la apertura, a la novedad y al diálogo en la diversidad.
Ha de desterrarse el tan traído y llevado grupismo. Deben difuminarse las barreras entre un grupo, comunidad, hermandades, asociaciones, etc., y otro, primando el sentido de Orden. En otras palabras, pertenecientes al cardenal Van Thuan: “El Espíritu nos invita a vivir la comunión no solo como don, sino como repuesta y adhesión por parte nuestra; no solo como participación espiritual en el misterio unitrino de Dios, sino en la concreción de la comunión interpersonal, de modo que se realice un nuevo Pentecostés de la Iglesia.” (F. X. Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza, Ciudad Nueva, Madrid 2001, 175-176).
El Espíritu Santo y la Espiritualidad de la Comunión.
Por lo que concierne al Espíritu Santo, nos gustaría abrir este apartado con una cita del documento Caminar desde Cristo, que en mucho se relaciona con la reflexión anterior:
“El Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo ipse harmonia est.
Solo él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.
Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la comunidad eclesial, y no permanecemos en ella, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9).
Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia? (Papa Francisco, “Homilía. Domingo 19 de mayo de 2013, día de Pentecostés”, http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papafrancesco_20130519_omelia-pentecoste.html)
Debemos dejar que el Espíritu abra abundantemente las fuentes de agua viva que brotan de Cristo. Es el Espíritu quien nos hace reconocer en Jesús de Nazaret al Señor (cf. 1Co 12, 3), el que hace oír la llamada a su seguimiento y nos identifica con él: “El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo” (Rm 8, 9). Él es quien, haciéndonos hijos en el Hijo, da testimonio de la paternidad de Dios, nos hace conscientes de nuestra filiación y nos da el valor de llamarlo “Abba, Padre” (Rm 8, 15). Él es quien infunde el amor y engendra la comunión (CC 20).
Muy claro lo expresa este documento: el Espíritu engendra comunión. Este mismo Espíritu libera al hombre del narcisismo subyacente en los seres humanos y lo hace capaz de generar unidad, armonía y fraternidad.
Podemos ver en las primeras comunidades que, después de la muerte de Jesús, hombres y mujeres estaban escondidos, muertos de miedo, por lo que había sucedido con el Hijo. Pero ahí irrumpe el Espíritu Santo y los libera de todos esos miedos, propiciando alegría, armonía, paz, entendimiento, compresión de diversas lenguas… Crea unidad en la diversidad, de modo que comprenden a pesar de hablar lenguas distintas.
Deseamos que esta irrupción del Espíritu ocurra en la nueva realidad de nuestras comunidades parroquiales: ¡Que surja en nosotros un nuevo Pentecostés!
Todos sabemos, y nos lo ha recordado el Papa por si acaso, que la novedad siempre infunde miedo, “La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos” (Papa Francisco, “Homilía, domingo 19 de mayo… 1); pero también nos dice que debemos vencerlo para que podamos comprendernos y hagamos realidad el lema de ser creadores de comunión, aunque algunos tengan que hablar otras lenguas, lo que no es, ni debe ser, obstáculo para la comunión.
Que esas lenguas como de fuego excluyan el desencuentro y las diferencias culturales, y, además, que, en estas nuevas realidades parroquiales, demos lugar, más bien, al encuentro, a la apertura, a la novedad y al diálogo entre la diversidad.
Ha de desterrarse el mal entendido “celo por tu cas me devora” (Jn 2,17) . En otras palabras, pertenecientes al cardenal Van Thuan: El Espíritu nos invita a vivir la comunión no solo como don, sino como repuesta y adhesión por parte nuestra; no solo como participación espiritual en el misterio unitrino de Dios, sino en la concreción de la comunión interpersonal, de modo que se realice un nuevo Pentecostés de la Iglesia (F. X. Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza, Ciudad Nueva, Madrid 2001, 175-176).
¡Que el Espíritu Santo imprima en nosotros un sello de libertad para que sepamos responder al principio de comunión de aquel, vínculo que une al Padre y al Hijo!
Cierro este acercamiento pneumatológico con algunas interrogantes del papa Francisco que nos darán que pensar: ¿Estamos abiertos a las ‘sorpresas de Dios’? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? (Papa Francisco, “Homilía, domingo 19 de mayo… ) ¿Seguimos añorando las experiencias espirituales del pasado?. En nuestra mente y en nuestras comunidades, ¿se continúa hablando de que hubiésemos preferido a este sacerdote o a este líder?, o de que ¿nos sentimos insatisfechos de cómo hemos estamos trabajando en nuestra parroquia con este sacerdote o en nuestro grupo con este lider?
Oremos con la Palabra de Dios:
«Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti, ya que le diste autoridad sobre todos los hombres, para que él diera Vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo (···).
No ruego solamente por ellos, sino también por los que, gracias a su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno –yo en ellos y tú en mí– para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado, y que los has amado a ellos como me amaste a mí». (Evangelio según san Juan 17, 1-3, 20-23)