La Inmaculada Concepción de María Santisima

El dia de hoy, 8 de diciembre celebramos la Solemnidad de La Inmaculada Concepción de María, patrona de nuestro Seminario y de nuestra Diocesis de Chilpancingo-Chilapa.

ahora, preguntemonos que es La Inmaculada Concepción de la Santisima Virgen María?

Tomemos como base la Palabra de Dios que el día de hoy nos propone la Liturgía. (Gen 9, 9-15; Sal 97; Ef 1,3-6. 11-12 y Lc 1,26-38)

La Inmaculada Concepción de María, Anuncio de una nueva humanidad

El dogma de la Inmaculada Concepción de María, tan discutido y controvertido durante varios siglos hasta su promulgación por Pío IX el 8 de diciembre de 1854, puede aparecer a primera vista como un problema especulativo de la teología y sin mayor relación con la vida cristiana. Podemos preguntarnos, en efecto, qué importancia tiene para la historia de la Salvación el hecho de que María hubiese sido concebida sin pecado original por una anticipación de los méritos de la redención de Cristo. Generalmente se arguyó que era necesario por su condición de madre de Jesús y que la misma santidad del hijo exigía tal santidad en la madre desde el primer momento de su existencia.

Pero, ¿qué evangelio o buena noticia es este acontecimiento para nosotros, hoy?

Pensamos que no basta hacer un bonito discurso a María ensalzando el prodigio maravilloso del que fuera objeto. Si María es signo y prototipo de la Iglesia, su inmaculada concepción ha de traducirse en algo significativo también para la vida de la comunidad cristiana.

En esta dirección han de orientarse nuestras reflexiones, viendo a María como el símbolo de todo el linaje humano en lucha contra el pecado hasta vencer en Cristo todo cuanto diga relación con la «serpiente infernal»; símbolo de la Iglesia, templo santo de Dios, santificado por el Espíritu Santo.

En fin, en María Dios nos llama a una total y radical santidad.

Hoy celebramos la festividad de la Inmaculada Concepción de María. ¿Qué significa esto concretamente?

María aparece como la primera redimida por Jesucristo, llena de gracia y de santidad, viviendo en plenitud la nueva vida que Cristo resucitado derrama mediante el Espíritu.

En este sentido, es reconocer la obra salvadora de Dios en su humilde servidora; y es alegrarnos con María por su fidelidad al Padre.

Sin embargo, la fiesta de hoy es mucho más aún. María no está aislada de la comunidad

de los que creen. En ella se realiza en forma excelsa y superior algo que debe realizarse en cada uno de nosotros y en toda la Iglesia, comunidad de los que creen.

María, santa e inmaculada desde su concepción, es una llamada y un modelo de esa santidad en la cual todos nosotros fuimos concebidos desde el nacimiento en las aguas bautismales.

También nosotros fuimos concebidos santos e inmaculados por Dios en Cristo, para que ese Cristo viva en nosotros y despliegue en nuestra vida la fuerza de su liberación.

Si reflexionamos sobre las tres lecturas de hoy, descubriremos todo el significado que esta festividad tiene para todos “los hijos de mujer”.

La primera lectura, llamada comúnmente Proto-evangelio -primer anuncio gozoso de la salvación-, es una representación simbólica de la larga y constante lucha que se entabla en nuestro corazón entre el bien y el mal, entre el amor y el egoísmo, entre la luz y las tinieblas.

En efecto, el texto bíblico del Génesis nos presenta al hombre y a la mujer frente a su pecado. Dios los descubre y les hace tomar conciencia de esa lastimosa situación que constantemente los desgarra interiormente: el pecado.

El hombre se siente dividido entre dos «yo» que luchan entre sí; un hombre tironeado por dos fuerzas opuestas que se disputan el terreno de la conciencia.

Es la lucha que viene desde Adán y Eva, o sea, desde que el hombre es hombre; desde que nace hasta que muere.

Hombre y mujer reconocen que una serpiente ha anidado dentro de su mismo ser y desde allí inocula su veneno mortal. Llevan en su interior la semilla del egoísmo, de la envidia, de la ambición, de la prepotencia, de la mentira, de las excusas encubridoras tan bien puestas de relieve por el relator del texto. Hombre y mujer viven una permanente guerra civil interna.

Y desde ese horizonte de constante lucha interior y de sometimiento a la fuerza del pecado, pecado destructor de la obra del hombre, emerge la Palabra de Dios, el primer evangelio de la esperanza: “Establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuando tú le hieras el talón.” 

Es el anuncio de una humanidad que como linaje de mujer alcanzará finalmente la victoria, aplastando la cabeza del pecado opresor. De la misma humanidad que gime bajo el yugo de las tinieblas, ha de surgir la salvación.

Tal es el sentido de esta página bíblica que hoy la Iglesia aplica a María y a su hijo.En efecto, a partir del Nuevo Testamento descubrimos que esta promesa divina se cumple históricamente cuando un descendiente de mujer, Jesús, vence al pecado en una vida de perfecta santidad y obediencia al Padre.

Jesús nace “de mujer”, de la mujer que es el pueblo de Dios encarnado en la doncella María. María y Jesús protagonizan la ardua batalla en favor de los intereses de Dios, que son los intereses del hombre oprimido. María y Jesús se hallan indisolublemente unidos en la lucha contra el pecado y en la vivencia de la santidad.

En síntesis: María y Jesús son la expresión del amor misericordioso de Dios, que no se olvida de los hombres; llamados siempre, desde Adán, a la vida de comunión con el Padre.

La Inmaculada Concepción de María, Un llamamiento y exigencia a la santidad

Por todo esto, la Iglesia en su liturgia quiere que escuchemos y hagamos nuestras las palabras de Pablo en su Carta a los Efesios: Dios nos ha bendecido con toda clase de bendiciones, nos ha elegido y predestinado en Cristo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia, transformándonos así en hijos y herederos.

No cabe duda de que la liturgia quiere aplicar estas palabras, en primer lugar, a María, llamada desde siempre a la santidad. Ella es la primera bendecida por Dios, la primera que recibió a Jesús como una exigencia de vida nueva y de fidelidad a la Palabra.

De ella podemos decir hoy que, como hija y heredera de la gloria divina, fue redimida por la sangre de Cristo “tras haber escuchado la Palabra de la verdad, la buena noticia de la salvación, y creído en él, siendo sellada con el Espíritu de la promesa» (Ef 1,13).

Mas también es cierto, como ya hemos insinuado, que María fue elegida y llamada como primicia de toda la comunidad de los que, después de haber creído como ella en la Palabra divina, fueron santificados por el Espíritu Santo.

El autor de la Carta a los Efesios (Pablo o algún discípulo suyo) no duda en afirmar que todos nosotros fuimos llamados desde siempre a la más total y perfecta santidad: para ser “santos e inmaculados”.

En este sentido, la festividad de hoy es un llamamiento y un recuerdo de la exigencia del Bautismo: vida nueva en santidad, concebidos como hijos de Dios.

Esta festividad debe despertar nuestra vocación a la santidad. María no fue una semidiosa o un ser extraterrestre que por una serie de prodigios cumplió su misión. No; ella es la primera creyente del pueblo de Dios, que supo entregarse de lleno al cumplimiento de la voluntad de Dios, dando su generoso «sí» cada vez que la Palabra la llamaba a un mayor grado de obediencia: “Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.”

Como María, toda la Iglesia es llamada «santa». Decimos «la santa madre Iglesia» como decimos: “la santa madre de Dios”, no porque en la Iglesia y en sus miembros no exista la realidad del pecado, sino porque toda ella ha sido llamada por vocación primordial a la santidad.

Es santa en Cristo que la redimió y liberó de sus pecados, bañándola en su propia sangre para transformarla en una esposa santa e inmaculada (Ef 5,26-27).

En síntesis: la festividad de hoy no solamente nos anuncia la buena noticia de que el linaje de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente, sino que también nos llama a unirnos a Cristo para aplastar esa empecinada cabeza del pecado, tal como lo hizo María al concebir por la fe a Cristo.

Y si por la primera madre pudo entrar la rebeldía y el egoísmo al mundo, por la segunda nos llega la santidad en la obediencia filial y en el amor.

La Inmaculada Concepción de María, llamada a Engendrar a Jesús

Es así como la tercera lectura, en el conocidísimo evangelio de la Anunciación, nos presenta a María en el momento más culminante de su vida. Los tiempos anunciados ya se han cumplido; la promesa cede el paso a la realidad.

La mujer-humanidad deja de ser maldita para transformarse en “llena de gracia”, pues el «Señor de la liberación» está con ella.

María concibe y engendra, cual nueva Eva, a un hijo que es el santo y el hijo de Dios. Ese hijo es Jesús, hijo de María; y ese hijo es el cristiano, hijo de la comunidad de fe.

María es la figura simbólica del antiguo pueblo de Dios, que por ella llega a la liberación; y es también la figura del nuevo pueblo que, enraizado en el antiguo, engendra al liberador y a cuantos escuchan su evangelio de esperanza.

El nuevo pueblo, la comunidad-esposa-madre, lleva en su seno a Cristo; al Cristo de la fe, quien por la fe engendra nuevas criaturas de una raza maldita y oprimida.

Si la antigua humanidad (“antigua” por el tiempo y por la mentalidad) se dejó seducir por la serpiente, la nueva se deja impulsar por el Espíritu: el mismo que engendró a Jesús en el seno obediente de María; el mismo que es derramado en nuestros corazones si nos abrimos a la Palabra.

Hoy celebramos la festividad de la Inmaculada Concepción de María. Hoy descubrimos a María, totalmente vaciada de sí misma y de toda sombra de egoísmo, repleta de la gracia divina, que es el mismo Cristo Jesús, el que da sentido a su vida.

María está llena de Jesús, no solamente porque lo llevó en su seno sino porque lo abrazó por la fe y lo siguió por el camino de la cruz, cumpliendo de esta forma toda la palabra a cuyo servicio consagró su vida.

En María descubrimos, a su vez, a la Iglesia, comunidad que cree en la Palabra y que quiere llenarse de Jesús, Reino de Dios y vida nueva.

La inmaculada concepción de María es el signo de que la salvación de Dios por medio de Cristo es total v absoluta. Dios se jugó el todo por el todo, y no admite mediocridades cuando de vivir se trata.

Es cierto que hoy nos felicitamos por la santidad humilde y servicial de María; pero también es cierto que si esta festividad no nos impulsa a vivir nuestra vocación de santidad, lo que hacemos en la liturgia sería un tremendo contrasentido.

Pero vale la pena que pongamos los ojos en María, si hacemos nuestro el pensamiento de la Carta a los Efesios, dando gracias a Dios, que «nos eligió en la persona de Cristo para que fuésemos santos e inmaculados ante él por el amor».

La fiesta de la Inmaculada Concepción de María, sin una exigencia de santidad por parte nuestra, es simplemente una burda farsa.